Tarma y las Galletas Encantadas
Una soleada mañana, como era costumbre en Tarma, ésta se levantó y fue derechita a la lata de galletas. Había dos cosas en la vida que la entusiasmaban: saltar de rama en rama, cosa nada extraña entre las ardillas, y las galletas, que eran su gran debilidad, durante el día se comía unas cuantas. Así que, con el regustillo en la boca, fue directa a saborear una de ellas, mas cual no fue su sorpresa al encontrar la lata vacía, no quedaban ni siquiera unas diminutas migas. Horrorizada no salía de su asombro, cómo era posible que su mamá hubiese cometido semejante descuido. "Claro, pensó, con el ajetreo que la pobrecita tuvo al enterarse de la caída de su abuelita no había podido ir a comprar más", y con resolución cogió la lata, se la puso bajo el brazo y se encaminó a la fábrica de galletas a solucionar el asunto. Sabía que la fábrica estaba a varias horas de allí pero no le importó, la recompensa final merecía la pena.
Caminó durante dos horas y se encontró ante un riachuelo de aguas cristalinas, se detuvo a descansar y saciar su sed. Sentada en la orilla pudo ver graciosas ranitas saltando de un lado a otro, preciosos peces de colores nadando bajo el agua y también alguna que otra molesta abeja zumbando a su alrededor. Cuando hubo descansado lo suficiente se puso otra vez en marcha y ya no se detuvo más hasta divisar a lo lejos la vieja fábrica de galletas, a la que según se iba acercando la embriagaba el olor maravilloso de su manjar recién horneado, la boca no dejaba de hacérsele agua. Por fin llegó a la puerta principal y tocó con energía, al poco vino a abrir la anciana Sra. Cabra, la cual era tan blanca como la luna llena. Ésta la condujo al interior y allí pudo ver una gran montaña de galletas calentitas.
-Coge las que quieras -le dijo la Sra. Cabra.
Así lo hizo Tarma y llenó la lata hasta que no cupieron más.
-Bien, me debes tres pangs (ésa era la moneda que se usaba por aquellos bosques).
Tarma introdujo la mano en el bolsillo de su vestido, pero no encontró nada.
-¡Oh, lo siento, me he olvidado el dinero en casa, qué voy a hacer ahora!
-Sin pagarme, querida, no te puedes llevar las galletas; déjame pensar..., ya sé, tenía que llevarle un encargo a la señora Búho, que vive un poco lejos de aquí y mis patitas ya no son lo que eran, me cuesta mucho llevar los encargos, si tú lo hicieras por mí daría por zanjada la deuda.
-¡Claro que sí! -exclamó muy contenta Tarma.
La Sra. Cabra le trajo un saquito lleno de galletas y le dio las instrucciones de cómo llegar.
Así que se puso en camino. Cuando llevaba un buen rato caminando sintió mucha hambre, pues hacía bastantes horas que se había ido de casa y aquel olorcito tan apetitoso que la acompañaba tampoco la ayudaba demasiado a no pensar en lo hambrienta que estaba. Sin pensarlo dos veces abrió el saquito y se comió tres galletas, ni una más ni una menos. "Total, pensó, no lo notará pues hay muchas". Las galletas estaban buenísimas y eso hizo que se le cargaran de nuevo las pilas, emprendiendo la marcha con más decisión.
Llevaba un buen rato caminando cuando divisó la gran casa a lo lejos, se encontraba encima de un gran y viejo roble. Llamó pero nadie le abrió. Entonces empujó la puerta y entró exclamando: “Sra. Búho, Sra. Búho”, pero nadie contestaba. Se fue adentrando más y más, y según iba entrando algo llamó muchísimo su atención: había numerosas estatuillas de ratoncitos por todas partes. Algo extraño daba escalofríos al observarlas pues parecían reales. Se atrevió a tocar una de ellas para ver si de verdad no estaban vivas, pero no había terminado de quitar la mano cuando una voz chillona la sobresaltó a su espalda.
-¿Quién eres tú y qué haces en mi casa?
-Perdone -dijo Tarma muy sobresaltada- me manda la Sra. Cabra con sus galletas.
-Ya era hora -le contestó enfadada, y de malos modos le arrebató la bolsa de las manos.
Acercándose la bolsa a su fea cara, pues tenía un ojo medio torcido, empezó a sopesarla, al final dijo:
-¡Aquí faltan galletas!
Tarma se quedó muda del asombro, “cómo era posible que se hubiera dado cuenta si sólo eran tres insignificantes galletas”, pensó.
-Lo siento -se disculpó- pero tenía tanta hambre que pensé que no le importaría que cogiera tres galletitas de nada.
-¡Tres galletitas de nada! -rugió la Sra. Búho- ¡Cómo te atreves a decir eso mocosa, me lo pagarás caro!
-Lo, lo que usted diga... -tartamudeó Tarma- ¿Cómo puedo enmendarlo?
-Muy bien, estarás el resto del día trayendo cubos del manantial que hay detrás de aquella enorme roca.
-Bien, me parece muy bien -dijo Tarma tratando de agradarla.
La Sra. Búho le dio un gran cubo y Tarma se encaminó hacia el manantial; al llegar se quedó maravillada, el agua era cristalina pero de color rosa claro. Jamás había visto algo parecido, la tocó y estaba muy fresquita, cogió el cubo y lo llenó pero no se fue sin antes probarla. Sabía muy bien, así que se tomó un buen trago antes de continuar, regresó a la casa de la Sra. Búho, dejó el cubo y, sin haber descansado un segundo, la mandó a por más. Así se pasó toda la tarde yendo al manantial y viniendo de él cargada con el cubo a rebosar. Cada vez que se iba del manantial saciaba su sed bebiendo hasta quedar satisfecha y eso que la Sra. Búho se lo había prohibido, pero Tarma no podía resistir la sed debido al esfuerzo y además estaba tan buena que pensó que lo decía sólo para fastidiarla. Por fin empezó a oscurecer y la Sra. Búho dio por terminado el castigo. Antes de irse le ofreció unas galletitas que previamente había empapado con algo pringoso.
-¿Qué es esto? -preguntó Tarma intrigada.
-Es una miel muy especial que sólo yo sé hacer, anda, cómetelas y verás qué ricas están.
Tarma las probó pero no le gustaron mucho pero, como no quería enojarla más, le dijo una pequeña mentira, “que estaban muy ricas”, y se las comió todas, al poco empezó a sentir que los ojos se le cerraban y sin poder evitarlo cayó redonda encima de la mesa.La Sra. Búho se frotó las alas y la cogió llevándola a un cuarto donde había algunos ratoncitos dormidos también.
Al día siguiente, cuando Tarma despertó, vio que alrededor de ella había más figuras de ratoncitos, pero lo extraño es que éstos estaban vestidos. ¡Entonces lo comprendió todo! No eran figuras, eran animalitos de verdad que la Sra. Búho había secuestrado ofreciéndoles sus galletas “especiales”, así los convertía en estatuas, pero por qué a ella no le había hecho efecto y para qué los querría. Pronto su pregunta fue contestada. Encontró una trampilla, la abrió y bajó por las escaleras, el sótano estaba lleno de figuritas de ratoncillos que esperaban para ser devorados por aquella malvada, pues eso es lo que eran: alimento para ella y para toda su familia que la visitaba una vez al año. Todo esto lo descubrió Tarma al leer una carta que había en aquel lugar al lado de los pobres ratoncitos. "No se saldrá con la suya", pensó Tarma, "se lo tengo que impedir pero cómo lo haré", en esto oyó pasos que se acercaban y rápidamente subió y se acostó en su sitio haciéndose la dormida.
La Sra. Búho abrió la puerta y al verla con su aspecto normal lanzó un grito furiosa.
-¡Ésta desobediente ha bebido agua del manantial y por eso mi pócima no ha hecho efecto! -dijo muy enfadada- ¿Qué haré ahora con esta inútil?, cuando hoy llegan todos para el gran festín. La bajaré al sótano y la dejaré allí hasta que se vayan, después ya me ocuparé de ella -diciendo esto la cogió en brazos y la bajó al sótano.
Cuando la hubo dejado Tarma se incorporó rápidamente. No tenía tiempo que perder, buscó y buscó una salida hasta que se fijó que detrás de una estantería que allí había, se encontraba una trampilla de ventilación, así que después de abrirla con bastante esfuerzo se metió dentro y en cuclillas empezó a avanzar, pasó por delante del comedor, la mesa estaba muy bien preparada con un hermoso mantel, la vajilla reluciente, panecillos con una frambuesa en el centro, jarras con bebidas..., siguió arrastrándose y llegó a la cocina, donde vio la enorme tinaja con el agua que ella había llevado. Entonces sus ojos se posaron en el tarro lleno del líquido espeso que la Sra. Búho le había puesto en las galletas y que era el responsable de que los ratoncitos estuvieran así. Sin pensarlo dos veces supo lo que tenía que hacer, abrió la trampilla, se deslizó sigilosamente y cogió el tarro, volvió a subir y se dirigió al comedor, una vez allí les quitó la frambuesa a los panecillos que, como esperaba, estaban huecos, por lo que los rellenó con el líquido espeso y los volvió a tapar con la fruta; regresó al hueco de la ventilación, dejó el tarro en su sitio y se dirigió al sótano esperando que todo se resolviera satisfactoriamente.
Ya era bien entrada la noche y hacía un buen rato que no se oían ni voces ni risas, por lo que Tarma pensó que ya había llegado la hora, así que se volvió a meter por la trampilla, llegó al comedor y efectivamente, como ella esperaba, todos yacían dormidos encima de sus platos. Al amanecer ya nunca más volverían a hacer daño a nadie, salió de su escondite y rápidamente se dirigió a la cocina, cogió un gran cazo y lo llenó del agua cristalina que era el antídoto para salvar a todos los animalitos, después se la fue dando a todas las estatuas que encontraba a su paso, ya estaba amaneciendo cuando casi habían terminado el trabajo, pues los demás ratoncitos la ayudaron al verse liberados Hasta ese momento Tarma no se había dado cuenta de la cantidad de ratoncitos convertidos en estatuas que habían. Iba a dar de beber a los tres últimos que quedaban cuando se vio arrastrada por el aire de forma muy violenta, taladrada por unos horribles ojos rojos de ira que la miraban, era la Sra. Búho que con su desagradable voz chillona gritó:
-¡Cómo te has atrevido a desafiarme insignificante criatura, ahora verás lo que voy a hacer contigo!
Pero no había terminado de pronunciar aquellas palabras cuando todos los ratoncitos se abalanzaron sobre ella tirándola al suelo, la sujetaron con tanta fuerza que hicieron que soltara a Tarma. Como no paraba de gritar con aquella desagradable voz Tarma cogió el cazo, lo llenó hasta arriba y la obligó a bebérselo a ver si así se callaba. La Sra. Búho, horrorizada, no hacía sino intentar cerrar la boca. Cuando no quedó ni gota pasó algo asombroso. Primero las patas, después el cuerpo y finalmente la cabeza de la Sra. Búho desaparecieron por completo no quedando ni rastro de ella. Todos los ratoncitos saltaron de alegría y entre abrazos y gritos de agradecimiento salieron del lugar y se despidieron de Tarma muy agradecidos, incluidos por supuesto, los tres últimos que faltaban, a los que unos compañeros dieron de beber mientras los otros saltaban entusiasmados.
Tarma puso rumbo a la fábrica. Al llegar la Sra. Cabra estaba muy intranquila.
-Pero querida, ¿qué te ha pasado, estaba muy preocupada?
-Que me extravié al coger otro camino -mintió Tarma para no preocuparla más por todo lo ocurrido.
-Lo siento tanto, no debí haberte mandado a hacer ese recado, ¿cómo podría compensarte? Ya sé..., te daré algo muy especial.
Y le trajo una vasija de barro no muy grande llena de humeantes galletas. Tarma le dio las gracias y se despidió de ella encaminándose a casa, pensando que el cambio no había sido muy ventajoso pues su lata de galletas era mucho más grande, pero la Sra. Cabra se la había dado con tanta ilusión que no quiso ofenderla.
Llevaba un buen rato caminando cuando cayó en la cuenta que hacía muchas horas que no probaba bocado después de todo lo acontecido, así que comió y comió las riquísimas galletas hasta casi no dejar ninguna. A lo lejos se divisaba el riachuelo que había dejado atrás a su ida, así que se acercó a beber un poco y a descansar un ratito. Al abrir nuevamente los ojos y mirar la vasija que reposaba a su lado, tuvo que parpadear varias veces pues no creía lo que veía: la vasija estaba llena otra vez de humeantes galletas y entonces lo entendió todo, por eso era tan especial, ya que estaba encantada y por mucho que comiera siempre volvería a llenarse de suculentas galletitas. Se incorporó, cogió la vasija con fuerza y radiante de felicidad reemprendió el camino de vuelta a casa.